Comentario
En el Seiscientos, el Imperio del Gran Mogol alcanza su máximo esplendor. Conquistado y organizado por los sultanes precedentes, la labor política se centra en la consolidación y la unificación de los territorios heredados, la anexión de algún otro, el desarrollo de fluidas relaciones comerciales con el exterior y el mantenimiento de la paz interior conseguida por el clima de tolerancia impuesto por Akbar. La inexistencia de enemigos exteriores de relevancia alejaba el peligro de guerra. Sin embargo, no hay luz sin sombra, y la política tolerante de Akbar fue creando sentimientos de descontento que terminaron provocando resentimiento, intolerancia, enfrentamientos entre religiones y etnias y sublevaciones.
La organización durante el reinado de Akbar de una extensa administración no eliminaba el peso de las cualidades personales de cada emperador en la dirección de la política del Estado, sujeta, por tanto, a vaivenes. Por otra parte, la inexistencia de una ley sucesoria clara y la posibilidad de elección del heredero entre todos los parientes del soberano fomentaba los enfrentamientos palaciegos, las conspiraciones cortesanas, la creciente importancia del harén y los asesinatos dentro de la familia real. La posibilidad de elección del heredero, que en principio podría propiciar un mejor gobierno, manifestó ser, sin embargo, causa de desorden interior y decadencia, como en todas las Monarquías musulmanas. A pesar de ello, aún le quedarán por vivir a la India mogol algunas de sus etapas más gloriosas.
El siglo se abre con el reinado de Jahangir (1605-1627), hijo de Akbar y de una princesa hindú, hombre sensible y benevolente, pero indolente y amante de los placeres materiales, que se dejó dominar por su esposa Nur Jahan y los familiares y amigos persas de ésta. Pese a que su llegada al trono no estuvo exenta de conflictos, su reinado contribuyó a asentar el poder mogol en la India, puesto que las insurrecciones surgidas en diversas provincias no sólo pudieron ser reprimidas sino que proporcionaron la ocasión de acentuar el dominio sobre los territorios ya conquistados.
El hijo de Jahangir, Shah Jahan (1628-1658), continuó la política de reforzamiento del poder central. El emperador dirigía la política del país a través de sus reuniones diarias con el consejo privado, el "guslkhana", y de las sesiones de carácter ultrasecreto con tres o cuatro funcionarios de gran alcurnia y los príncipes de su confianza en la torre real o "shah burj". A pesar del incremento de la autoridad central, o quizá a causa de ella, los Estados del Dekán manifestaban periódicamente su resistencia y perseguían cualquier ocasión que les permitiera desligarse. A lo largo de todo el reinado se sucedieron las campañas para intentar controlar los levantamientos, a las que se añadió la guerra con los persas en la frontera occidental, donde se cedió definitivamente Kandahar en 1649.
La sangría para el tesoro que suponían estas empresas militares empujó al gobierno de Shah Jahan a buscar mayores ingresos, que consiguió a través de una recaudación fiscal más onerosa, con un efecto desastroso para la economía.
Si en su política de aumento del poder central Shah Jahan continúa la labor de sus antecesores, su política religiosa se alejó del eclecticismo tolerante de Akbar. A los enfrentamientos entre hindúes y musulmanes, se añadían los de los sunnitas ortodoxos y los chiítas de origen persa, siendo de difícil separación los conflictos religiosos, políticos y étnicos. Las presiones de la jerarquía ortodoxa musulmana en la Corte habían llegado hasta tal punto que resultaba políticamente ventajoso para Shah Jahan colocarse a su lado, medida que se avenía bien con su propio sentir religioso. Durante su reinado, el Estado acentuó su carácter islámico y se suprimió cualquier rastro de divinización del emperador, como el ceremonial de postración y el decreto de infalibilidad. La religión musulmana fue ampliamente favorecida frente a las restantes y sus ceremonias fueron alentadas, mientras que se prohibió el proselitismo de hindúes y cristianos. Se construyeron nuevas mezquitas, mientras que los templos hindúes más recientes fueron destruidos y se impidió la construcción de otros. El decreto de reserva de los cargos a los musulmanes, sin embargo, no pudo llevarse a efecto, a causa de los problemas que surgirían en muchas regiones.
Los enfrentamientos religiosos jugaron un gran papel en la lucha por la sucesión, desatada entre los cuatro hijos de Shah Jahan, todos ellos gobernadores de distintas provincias. Dara Shikoh, el del Punjab, era el favorito del emperador, con quien residía en Agra. Dara era estudioso e interesado en la mística hindú y en la mística sufí y defendía las posiciones de integración religiosa de su bisabuelo Akbar, lo que alertaba a los ortodoxos sunnitas temerosos de una vuelta a la tolerancia y a la, para ellos, herejía. Por ello preferían la candidatura de Aurangzeb, sunnita integrista, que como gobernador del Dekán se había distinguido por la persecución al hinduismo. La victoria de uno u otro suponía el mayor peso del Sur o del Norte y también la opción por una política militarista o no.
Pero si bien los problemas sucesorios oscurecieron el final de un reinado bastante tranquilo, en el terreno artístico los reinados de los emperadores mogoles, y especialmente el de Shah Jahan, fueron verdaderamente esplendorosos. En todo el período indoislámico la actividad arquitectónica ofreció un gran despliegue, incluso en los Estados donde el poder musulmán era muy débil, salpicando todo el subcontinente, y especialmente el Norte, con las hermosas obras de arte que hoy nos maravillan. Delhi, Agra y Lahore fueron embellecidas por Babur, Akbar y Jahangir con construcciones de influencia persa. La unión del estilo hindú, de líneas rectas y sobrias, con el musulmán iraní, amante de las curvas, redondeces y decoración desaforada, produjo sus mejores creaciones en el reinado de Shah Jahan. Surgieron vistosos edificios de ladrillo recubiertos de azulejos de vivos colores en Lahore, bellas construcciones de mármol en Agra, como el Taj-Mahal, y en Delhi, donde se llegó a levantar la nueva ciudad imperial Shahjahanabad, con sus palacios de suntuosidad desmesurada, entreverados de jardines.